(AVISO: CONTIENE SPOILERS. SI NO HAS VISTO EL PADRINO III, PLANTÉATE NO LEER ESTO, POR BIEN ESCRITO QUE ESTÉ)
Nunca he hablado de cine en este santo blog. No sé cuál es la razón concreta, teniendo en cuenta que amo este invento casi tanto como el rock o el cocido de mi madre. Para empezar, voy a revivir el éxtasis absoluto en que me sumió la enésima revisión de la tercera parte de El Padrino, quizá la menos magistral de la saga, pero imborrable en el recuerdo por una secuencia que luego comentaré. Coppola adaptó en los setenta las novelas originales de Mario Puzo donde se narraba la odisea de la familia Corleone en pos del control eterno de los bajos fondos yanquis. No he leído las novelas (soy mentalmente disperso y cuando algo me llama la atención, suelo olvidarlo a los tres segundos al descubrir otra cosa, y así hasta el infinito). No es el caso. La mastodóntica trilogía de El Padrino es una obra de arte incuestionable, profunda, tenebrosa y con un inusitado conocimiento de las esquinas de la debilidad humana. Con un tono operístico constante, Coppola supo aunar éxito comercial y mérito artístico (se trata de exquisitas piezas de orfebrería en cuanto al montaje, fotografía, dirección de actores...), enseñándonos la cara más desagradable y menos admirable de la pantomima del "sueño americano". Porque aquí, la prosperidad del emigrante también se basa en el tesón y en el amor a la familia... haciendo valer siempre la máxima de que el fin justifica los medios, y no al contrario. Habrá otro momento para comentar las dos primeras partes. Ahora quiero recordar el epílogo de la historia, el cual creo que contiene algunos poderes que la hacen más que digna. Principalmente, la actuación de Al Pacino como Michael Corleone, heredero del imperio de su padre, está por encima del bien y del mal. Cansado, viejo y consumido por un sentimiento de culpa atroz (manda ejecutar a su hermano en la anterior entrega), Michael lucha hasta el límite de sus fuerzas por redimirse y morir en paz. Pero tal propósito será imposible. A lo largo del metraje se suceden distintas cabriolas del destino que impedirán al Don dignificar su existencia (atención al retrato de las corruptelas inmobiliarias y empresariales del Vaticano, realmente vomitivas en su hipocresía y vileza). Y esa espiral de sufrimiento culminará en los últimos diez minutos de metraje. Sin ser un erudito y con unas lagunas cinéfilas notables, creo que ese final es sin duda el más grande del cine de los años noventa, y no creo que el paso del tiempo le despoje de tal categoría. Veamos: los Corleone asisten entusiasmados al estreno del primogénito de Michael como tenor de ópera. A la salida del teatro, un sicario contratado por un jefe rival dispara a Michael. Tras la confusión inicial, el sobrino de Michael (y sucesor) acaba con el sicario. La familia se incopora después de tirarse al suelo con el sonido de los disparos. Michael sólo está herido en un brazo, el ataque ha fracasado. Pero a los dos segundos, se constata que algo va mal. La hija menor ha recibido un disparo en el pecho. Está muerta por haberse interpuesto entre el disparo y su destinatario original. Michael coge a su hija entre sus brazos y esgrime una mueca de dolor inenarrable. El sonido se congela unos instantes. Al reanudarse, Coppola nos permite escuchar el aullido de Pacino. Esta escena constituye el momento más doloroso, acongojante y desolador que yo recuerde en el cine moderno. Casi literalmente, a Michael Corleone se le abre el alma en canal y expulsa el legado de toda la destrucción que ha provocado como si fuera un aborto. Es necesario ver la película entera y la escena en concreto para entender el escalofrío y el nudo en la garganta que siente el espectador. Sólo en contados momentos, el arte es capaz de apuñalarnos el corazón con esa precisión y esa falta de piedad. Es como el grito final de Cobain en el acústico de Nirvana, es Saturno devorando a sus hijos, es el Guernica.
Pero aquí no acaba todo. Al término de la secuencia aún resta ver la muerte de Michael. Elipsis temporal y de la escalinata del teatro en Sicilia, saltamos al patio de la residencia Corleone. En un flashback, el antihéroe recuerda a los amores de su vida. Primer plano de un cadáver viviente y apergaminado colocándose sus gafas de sol, como si quisiera ocultar de la vista lo que ha sido. Cambio de plano. Al fondo vemos cómo el anciano deja caer sobre su pecho la cabeza inerte. Después, se descuelgan los brazos antes cruzados, tal y como si fuera un pelele. Y al fin cae al suelo de cuerpo entero. Solo por siempre jamás, ya no hay nadie a su alrededor que le llore o recoja el cuerpo. Por si no hubiera sido suficiente con el apocalipsis en la ópera, el cabrón de Coppola nos obsequia con este hachazo definitivo, que sintetiza con la misma cruel precisión el final del Don. Viejo y solo.
Dejad de leer esto y enchufad el DVD, el vídeo o lo que queráis.