Sekitumi

06 julio, 2007

GUS VAN SANT MUST DIE (AVISO: SPOILERS)

La semana pasada se estrenó Last Days, el último engendro perpetrado por Gus Van Sant, pope del cine indie americano, o al menos eso dicen en la prensa. No he visto más peliculas de este caballero, a excepción de un trozo de Descubriendo a Forrester, absurda historia típicamente yanqui sobre superaciones personales, así que carezco de criterio para juzgar si Last Days guarda alguna relación respecto a las intenciones generales de su obra. Last Days narra los últimos días en la vida de una decadente y fosilizada estrella del rock llamada Blake. Supongo que por problemas de derechos y estas zarandajas legales, se le atribuye ese nombre al personaje, que no es otro que Kurt Cobain, circunstancia que la película confirma en sus créditos finales. La posibilidad que ofrece la figura de Cobain de cara a un biopic tenía dos enfoques: uno netamente sensacionalista y gratutito, que se regodease en la miseria existencial y los tormentos del músico; el otro, bien llevado, daría lugar a una interesante reflexión sobre la aceptación de la fama o el proceso creativo.


Last days no propone exactamente ninguna de esas opciones, si acaso la primera, aunque de modo sui generis. Lo que primero llama la atención es el aspecto formal: secuencias, planos y ritmo narrativo se caracterizan por lo contemplativo, la observación y la lentitud. Esta decisión por parte de Van Sant me parece plausible, ya que el estilo coincide con el espíritu de la historia. No soy un maniático del frenesí narrativo y, cuando está justificado, me agrada ver pelis que se toman su tiempo para sumergir al espectador. El problema, pues, no es estético, sino lo que se nos cuenta, que podría resumirse en un corto, pero de ninguna manera da para más de noventa minutos de metraje. Si lo que se quería era asfixiar al público con las últimas horas de un trastornado, lo han conseguido para mal. Blake no habla, balbucea. No hace música, sólo ruido. Vive en su cochambrosa mansión rodeado de colegas casi tan tirados como él, que no se compadecen de su miseria y sólo van a lo suyo. Numerosas secuencias son casi documentales que recogen la cotidianeidad de un toxicómano, enervando el sentido del buen gusto del respetable. Sabemos a través de unas escuetas conversaciones telefónicas que la estrella vive recluída desde hace meses al margen de managers y giras. Incluso hay un cameo de Kim Gordon, bajista y cantante de los, eventualmente, geniales Sonic Youth, padrinos de Nirvana cuando abrazaron el mainstream, y que es el único personaje que se interesa realmente por la postración de Blake.


Además de tales aspectos, donde el film (disculpen la pedantería) toma por tonto al espectador es en los momentos deliberadamente artys. La simbología de la desolada mansión, el baño inicial en el lago o la escena final, donde se ve el alma de Cobain trepando por la pared, son tan obvios y pretenciosos que poco me faltó para levantarme de la butaca y gritar GAFAPASTA HIJO DE PUTA. También son omnipresentes, como no, los iconos estéticos del héroe triste. El jersey de rayas, las zapatillas raídas, las gafas de sol, el travestismo ocasional, las armas de fuego... todo ello reincide en lo manoseado y redundante. Mención aparte para una de las escenas de mayor vergüenza ajena que he presenciado en mi vida: la cancioncita acústica que se marca el aprendiz de mártir en la segunda mitad del relato. Al parecer, la tonada es original del actor protagonista, Michael Pitt. Ni corto ni perezoso, el amigo coge los temas y el vocabulario más tópicos de las letras de Cobain (letras asombrosas en sus juegos y en sus intenciones), le suma los acordes usuales y, voilá, falso tema de Nirvana al canto. Ni que decir tiene que el resultado es paródico y sonrojante, todo un aborto sonoro si se compara con el talento y la infinita rabia de sus referentes. No quisiera dejar pasar otra curiosidad: ¿por qué escribe con la zurda y fuma con la derecha, como el verdadero Cobain, y luego es diestro para tocar la guitarra, al contrario que en la realidad? Y otra más: ¿a qué viene la ridícula auto-censura respecto a las drogas? ¿Por respeto? Por favor, si desde el principio vemos clara la renuncia de Van Sant a mostrar algo de dignidad en el perfil de Blake...

Reconozco que la culpa del cabreo es sólo mía, arrastrado por la devoción que siento hacia la música de Nirvana y, por qué no, el morbo puro y duro. Pero Van Sant ha realizado una semblanza que en nada muestra a un tipo que, efectivamente, estaba profundamente perturbado y ejercía una autocompasión lamentable en muchas ocasiones, pero que estaba dotado de un talento singular e inigualable. Siento también tristeza porque la película no arriesga nada (narrativamente) y no se preocupa en mostrar la complejidad de Cobain, deteniéndose en lo más escabroso y epatante. Aquí nadie sabe por qué ha llegado a tales extremos de abandono ni qué es lo que le consume por dentro, sólo hay un saco de huesos demacrado, un juguete roto. Quizá el director da por hecho que el espectador más cercano al momento histórico del grunge ya conoce la obra y milagros de Kurt Cobain, y no le interesa que le expliquen su vida completa. Esta suposición elevaría la película, como decía acertadamente Jordi Costa en El País, hasta el nivel de eucaristía pagana sobre el último Cristo postmoderno (sííííí, tenía que emplear mi expresión favorita de nuevo). Extremo que, me temo, era el propósito. Sigo pensando que es VOMITIVO el ritual de malditismo que se ha generado tradicionalmente con las estrellas del rock muertas (Cobain, Hendrix, Lennon, Joplin). Y en el particular caso que nos ocupa, la deseperación presente en la música de Nirvana siempre actuó de analgésico contra el dolor de vivir, un alivio, pero nunca un motivo de mortificación ni un ejemplo de nada, por lo menos en mi caso (y creo que en el de todo fan un poco racional). Flaco favor se puede hacer a la memoria de un artista de tal calibre cuando lo que interesa es hablar sólo de sus sombras.