Sekitumi

13 noviembre, 2006

VIOLENCIA



No se crean, soy un tipo generalmente pacífico y tranquilo, puede que hasta pasivo y con cierta pachorra vital. Esa misma postración en el devenir de mi existencia provoca que, a veces, no sea capaz de soportar las pequeñas picardías de la vida cotidiana y me dé por blasfemar, desear muertes lentas y dolorosas por doquier o incluso que me dé por imaginarme reventando cabezas cual golpe cósmico-místico de Goku. Pero todo queda, a lo sumo, en un lanzamiento against the floor de lo primero que encuentre a mano (generalmente periódicos y revistas, irónica justicia).
Pero con el paso de las estaciones he conseguido recobrar ese primer uso terapeútico que todo adolescente da a la música: canalizar la rabia y el odio. Ya no me vale el gran demiurgo sonoro que para mí encarnaba el grunge, ahora sólo me es útil en lo emocional. Poco a poco he ido encontrando la vaina en la que guardar la katana de mis iras espontáneas, y gracias a Dios, no es un químico. Me refiero al metal más o menos "extremo", y lo entrecomillo porque no me refiero al death, grindcore u otros derivados gratutitamente ruidistas. Tampoco es el metal clásico old school, sino simplemente un par de bandas en las que encuentro sentimientos latiendo debajo de su piel furiosa, ya sea la elemental descarga de adrenalina, agujeros de desesperación o meros juegos formales. Mis apaciguadores personales responden a sendos nombres de reminiscencias biológicas: Pantera y Mastodon, mis dos grupos de metal preferidos y entre mis quince bandas favoritas.
PANTERA: fueron el mejor grupo de metal de los años noventa, imprescindibles en la evolución del género para que éste no quedara eternamente esclavizado por los clones de Judas Priest o el virtuosismo vacío. Cowboys from hell, Vulgar display of power, Far beyond driven y The Great Southern Trendkill constituyen una inenarrable tetralogía sobre la furia, la mala hostia y el odio extremo por la sociedad. Cuesta mucho describir la descontrolada bestialidad y el estado primitivo al que te reportan estas cuatro maravillas, no aptas para oídos sensibles. Cuatro paletos de Texas consiguen poner banda sonora a nuestros deseos de arrasarlo todo, porque en USA los paletos se dedican a hacer esto mientras beben y se drogan, como aquí, pero con creatividad. El gran Dimebag Darrell fue seguramente el último gran dios de la guitarra jevirula, con sus afinaciones de ultratumba, sus solos perforadores y su increíble feeling para el riff destroza-cuellos. Puede que sólo la presencia de Phil Anselmo robase atención a Dimebag, porque este gañán xenófobo posee la voz más descomunal, agresiva, cruda y retorcida del universo. Como dicen algunos, un crooner del infierno que esconde otro inesperado talento para la introspección, como muestran los tenebrosos medios tiempos de The Great... En definitiva, con una mezcla de trash, hardcore y de los mismísimos Yudasss, Pantera se erigen como tótem de un mundo enfermo capaz de parir artefactos como éstos, en cuyo bizarrismo late un grito de desesperación.
MASTODON: sin duda, son el futuro, y además, de los pocos capaces de decir algo nuevo en un estilo tan cerrado, o que al menos lo parezca. Mastodon unen la agresividad pura con pretensiones artísticas, y lo consiguen de modo implacable. Su estilo es una mezcla de varios subgéneros, pero básicamente toman patrones del trash tradicional y lo fusionan con impensables progresiones instrumentales y unos trescientos cambios de ritmo por minuto. Algunos llaman a esto post-metal, pero a mí lo de los estilos post-loquesea no me acaba de entrar. Músicos técnicamente abrumadores (su batería Brann Dailor debe tocar con ocho brazos), siempre se muestran inquietos en la búsqueda de ambientes y sensaciones para llegar a una catarsis que nunca hubiéramos pensado posible con medios tan poco sutiles. Si no me creen, escuchen Leviathan y Blood Mountain, dos discos que constituyen una especie de pequeño diccionario del metal. Mastodon llegan para poner patas arriba las expectativas que se puedan tener sobre un disco de música extrema, porque debajo de su actitud cafre aguardan sensaciones de placidez (madre de Dios, qué medios tiempos hace esta gente:Pink Floyd fornicando con Slayer), locura y satisfacción final al haber salido insanos y salvos de la experiencia.
Nota final: el dibujito de arriba corresponde a un disco donde el señor que canta no es humano:es el diablo escupiéndonos nuestras propias miserias.

HYSTERIA EN MADRID



El último viernes del pasado mes de octubre me dirigí presto (y bien acompañado) al Palacio de los Deportes de la Comunidad de Mandril para asistir al chou que Muse presentaba en la capital de la antigüa España. Son Muse una banda que no acaba de reflejar su enorme éxito de público con el reconocimiento de la crítica más o menos especializada. El argumento usual es que representan un refrito de influencias (Radiohead, Jeff Buckley, Coldplay, Queen o Smashing Pumpkins) que, además de no aportar nada significativo, se indigestan con una epicidad y un sentido dramático desbordante. Sin embargo, esas objeciones son sus mayores bazas, ya que, a tenor de lo visto aquella noche, tales influencias y dejes quedan engranados con suma perfección.
Empecemos por la gran baza del grupo, el cantante, compositor, pianista y guitarrista Matthew Bellamy, un verdadero portento musical. El carácter grandilocuente del grupo parte precisamente de la desbordante creatividad de este señor bajito y narigudo. Voz de registro propio de un castratti, ruidismo guitarrero (atención también a su dominio del tapping) y un entusiasmo infinito en el escenario no permiten dudar de su auténtico rol de estrella talentosa. La base rítmica, además de las piruetas de Mateo, contribuyen en un 90% a la solvencia del grupo en directo, merced a unas omnipresentes líneas de bajo (¡reivindicación de los anónimos bajistas ya!) y a un batería que se luce con los breaks justos en el momento en que la canción lo pide.
Así pues, y con estas credenciales, los hijos de la Gran Bretaña no defraudaron con un concierto memorable en lo visual y en lo musical (montaje brillante con proyecciones, pantallas y chiringuito cibernético del que salía la batería). Justamente es esa epicidad y lirismo dramático lo que les condujo hasta el delirio del público, ya que las virtudes de la banda se adecúan especialmente al directo, nada fácil por otra parte si atendemos a la dificultad de plasmar ese sonido exagerado y apasionado.
El principio con Take a bow auguraba una suerte de ceremonial pop que no bajó la tensión en ningún momento, con una acertada elección de temas que no se olvidó de mis favoritas del Origin of simmetry (si llegan a tocar Space Dementia me lanzo directamente a intentar arrancar la nave espacial). Éxtasis, romance y sensación de un agradable apocalipsis festivo para una velada gratificante, donde me reconcilié con la cara más sugerente del mainstream musical. Todos mis respetos hacia un grupo en el que las influencias más evidentes han conseguido ir limándose hacia una personalidad y una ejecución en directo para el recuerdo. Es posible que con el paso del tiempo siga regocijándome al oír como se acaba el mundo.
SETLIST:
City of delusion
Forced in
Stockholm syndrome
(bises)